Las mujeres del Yavarí le apuestan a la artesanía frente a una crisis migratoria sin precedentes

La población de uno de los territorios indígenas más importantes del mundo, Terra Indigena Vale do Javari, está cambiando la abundancia de sus aldeas por precariedad en la ciudad para dar educación a los jóvenes. Esto supone un cambio cultural de consecuencias impredecibles pero, sin duda, críticas.
Silvana Marubo, coordinadora de MAI (Mujeres Artesanas Indígenas), sostiene dos lanzas típicas del pueblo matsés, en la tienda que el colectivo tiene en Atalaia do Norte. 
Texto y fotos por Carlos Suárez Álvarez
Publicado originalmente en El País en noviembre de 2023. Este reportaje fue producido con apoyo del Rainforest Journalism Fund en colaboración con el Pulitzer Center. 
Sueñan las mujeres de la Terra Indígena Vale do Javarí, en el Amazonas brasileño, lo que sueñan las madres de cualquier ciudad del mundo: que sus hijos estudian, obtienen un grado universitario y se convierten en profesionales exitosos. Pero este sueño puede tornarse pesadilla cuando abandonan la buena vida de sus remotas aldeas para sufrir hambre y hacinamiento en miserables casuchas de los barrios pobres de Atalaia do Norte, última ciudad antes del territorio indígena más importante del mundo. 

“Mi lucha nace de ver a mi pueblo pasando por situaciones difíciles”, dice Silvana Marubo, hija de padre indígena y madre blanca, impulsora y coordinadora del colectivo de mujeres MAI. “Siento ese deber de ayudar porque entiendo bien el portugués y la ley del blanco. Por eso decidí juntarme con otras mujeres y formamos MAI”. Desde 2019, el colectivo MAI (Mujeres Artesanas Indígenas) apoya a las madres que migran a la ciudad acompañando a sus hijos. “Aquí pasan hambre y necesidad. Acaban sufriendo porque no hay empleo, todo es comprado, y no tienen dinero para comida, ropa o gas. Esas mujeres hacen sus artesanías o trabajan la agricultura familiar, y nuestro papel como MAI es ayudarlas a vender su producción”. 

Pero vender es de todo menos fácil en Atalaia, la ciudad con el tercer peor índice de desarrollo humano de Brasil. Vender es de todo menos fácil, pero ellas sueñan.
 Lindalva Mayoruna, del pueblo matsés, en su casa de Atalaia do Norte, rodeada de hijos y sobrinos.
territorio en crisis
El sueño y la pesadilla: con el asesinato en junio de 2022 del periodista británico Dom Phillips y el indigenista brasileño Bruno Pereira a manos de pescadores ilegales, ejecutores de una trama profunda y oscura aún por ser esclarecida, el mundo supo del Valle del Yavarí y de cómo la explotación ilegal de sus recursos, conectada al omnipresente narcotráfico, ejercen una presión intolerable sobre el extenso y rico pero frágil territorio que ocupan las etnias kanamarí, korubo, kulina-pano, marubo, matís, matsés y tsohom-dyapa. Además de estos pueblos, en contacto con la sociedad nacional, esta tierra indígena del tamaño de Portugal alberga el mayor número de grupos en aislamiento voluntario del planeta. 

Pero el mundo no supo de otro proceso de fondo que presagia transformaciones fundamentales: la migración de jóvenes desde las aldeas a la ciudad para emprender estudios de enseñanza secundaria, que no se ofrece en sus comunidades. Aunque no hay cifras oficiales, diversas estimaciones sugieren que se han establecido en Atalaia la mitad de las 6.317 personas que según las autoridades sanitarias son originarias de este territorio. En 2013, solo 181 personas estaban establecidas en la ciudad sobre una población total de 5.481. 

“En el caso del pueblo matís, prácticamente todos los jóvenes están viniendo a la ciudad para estudiar”, explica Clayton Rodrigues, antropólogo del Centro de Trabalho Indigenista, una ONG con presencia en la región desde hace décadas. “En el caso de otras etnias, hay algunas aldeas en las que todos los jóvenes se fueron a las ciudades”. Las consecuencias de esta migración son de calado. A corto plazo supone, según Clayton, que “en las aldeas donde solo hay mujeres, viejos y niños muy pequeños, algunos trabajos se ven comprometidos, porque no tienen los jóvenes para realizarlos”. A medio plazo, y dado que la transmisión de conocimientos propios a las nuevas generaciones se ve limitada, las consecuencias son imprevisibles pero, con certeza, críticas.
Un grupo de jóvenes indígenas pasea por el centro de Atalaia. Se calcula que la mitad de la población del Valle del Yavarí ha migrado a la ciudad para dar educación a los jóvenes.
lindalva en la ciudad
Hay que sortear varias tablas podridas en una pasarela de madera para llegar a la casa palafito de Lindalva Mayoruna, en un barrio construido en zona de inundación. Lindalva, del pueblo matsés, se muestra desconfiada y el peculiar staccato de su idioma acentúa la vehemencia con la que demanda dinero para realizar la entrevista. Vive con siete hijos, el marido, varios sobrinos y los padres de estos. Echa de menos la amplitud de su aldea, la caza y la pesca abundante, la yuca y el plátano a la mano, pero tiene claro sus objetivos: “Me vine para acá porque en la comunidad solo hay dos profesores y mis hijos no aprendían”, cuenta. “Pensé que era mejor en la ciudad, pero está siendo difícil”. El único ingreso regular en este hogar es la Bolsa Familia, un subsidio del gobierno que solo recibe ella y que no alcanza para pagar luz, agua, gas y comida. De acuerdo al antropólogo Clayton Rodrigues, el de Lindalva es un caso típico: “Hay escenarios bien pesados: familias de veinte personas en las cuales ni una tiene renta. La mayoría de los indígenas no consiguen hacer todas las comidas diarias. Están en una situación de mucha fragilidad”. 

Lindalva es una de las ciento veinte mujeres que conforman MAI. “Yo no sabía que las artesanías daban dinero”, confiesa. Su especialidad son bolsos, hamacas y pulseras, que teje con la fibra del utucum, una especie de palma amazónica. Periódicamente, lleva su producción a la sede de Univaja, la organización que representa a todos los pueblos del Valle, donde MAI tiene su tienda. Pero vender es de todo menos fácil: los vecinos de Atalaia ya están saturados de artesanía; el turismo es un fenómeno poco significativo; la página de Instagram, donde exponen su producción para la venta por correo, tiene pocos seguidores. 

Como vender es de todo menos fácil, Lindalva, en las tardes, coge su caña de pescar y acompañada por sus hijos, se va a buscar la cena. Pero pescar es de todo menos fácil en el puerto de la ciudad.
Con la fibra de utucum, una palma amazónica, Lindalva Mayoruna teje bolsos, pulseras y hamacas, que vende a través de MAI.
ADAPTACIÓN EMPRESARIAL
Los padres de Lindalva pertenecen a la generación del pueblo matsés que, en los años sesenta y setenta, contactó de manera estable con el mundo de los blancos. Era entonces la época de la desnudez, las casas comunales, el seminomadismo, el arco y la flecha, la guerra contra los blancos invasores o contra los enemigos de siempre. Otros pueblos del Yavarí, como el marubo o el kanamarí, tienen una historia de contacto más larga pero, en cualquier caso, la forma de vida bosquesina y la urbana siguen separadas por un abismo. En las calles de Atalaia, cuando uno encuentra a los paisanos vestidos con ropa occidental, absorbidos por su pantallita, puede creer que ese abismo ha desaparecido. Sería un error: las diferencias, por profundas, permanecen ocultas, pero afloran de manera dramática a la hora de, por ejemplo, montar una asociación de mujeres para la comercialización de artesanías. 

“Todo va a salir bien”, reza un cartelito en la puerta de la diminuta oficina cedida por la Univaja a MAI, pero Silvana Marubo, su coordinadora, confiesa que en ocasiones se siente abrumada. Explica que les falta capacitación para, por ejemplo, convertir el colectivo en una asociación, que permitiría optar a ayudas y subvenciones pero que implicaría complejos procesos burocráticos, gastos administrativos, obligaciones fiscales o informes contables; tienen dificultad en encontrar mercado en las grandes ciudades de Brasil o en el extranjero y canalizar la producción de manera eficiente; están limitadas por la falta de una sede propia, con computadores y conexión a internet. 

Tampoco es fácil liderar a más de un centenar de mujeres de cinco pueblos de lenguas diferentes que, hasta hace no mucho, mantenían relaciones conflictivas, incluso guerra. “Porque son pueblos diferentes, pensamientos diferentes, siempre va a haber conflictos, pero nuestra lucha es que la gente se una cada vez más”, dice Silvana. Con el objetivo de salvar estas diferencias internas, las mujeres de cada pueblo designan una coordinadora para tratar sus necesidades y problemas específicos.
Silvana Marubo, en la oficina que el colectivo MAI tiene en la sede de la Univaja, la organización que representa a todos los pueblos indígenas de la región.
ELOGIO DE LA CHAGRA
Patricia Mayoruna llegó de niña a Atalaia, hace ya treinta años. Su dominio de la lengua materna y del portugués la hace idónea para el rol de coordinadora de las mujeres matsés, que son las especialistas, dentro de MAI, en producir fariña, una harina tostada de yuca que es el pan nuestro amazónico de cada día. Patricia es una de las afortunadas del colectivo que tiene una finca cerca de Atalaia, a la orilla de la única carretera de la región, veinte kilómetros de socavones que unen Atalaia y la vecina Benjamin Constant. Allí creció y allí aprendió de su madre el trabajo femenino por excelencia: la chagra, la plantación familiar, pilar básico de la alimentación en las sociedades indígenas. 

Descalza, abriéndose paso con un machete que blande con destreza, Patricia camina orgullosa y alegre por sus dominios. “En la ciudad es muy difícil para nosotros los indígenas conseguir comida. Aquí hay yuca y plátano, la chagra es muy importante para dar de comer a nuestros hijos. Porque nuestra preocupación es esa”. Su producción estaba destinada al consumo familiar hasta que apareció Silvana: “Ella fue explicándome: 'La yuca da dinero, fariña da dinero. Tienes que reunir a tus paisanas y meterles esto en la cabeza'”. Pero eran pocas las mujeres que se atrevían a vender: “Ellas tienen vergüenza, tienen miedo del blanco, de que no compre sus productos”. Así es que, al igual que con la artesanía, MAI se encarga de la comercialización. “Vamos al mercado, o a la radio y avisamos que hay yuca y verduras de nuestras paisanas”, explica Silvana. Pero siempre hay un pero: el coste de transportar los productos desde las chagras a las ciudades es tan elevado que las ganancias se esfuman. Patricia y Silvana sueñan: que gracias a este reportaje va a aparecer un aliado que les patrocine un motocarro propio.
Patricia Mayoruna, coordinadora del grupo de mujeres del pueblo matsés, arrancando yuca, uno de los cultivos principales de los pueblos del Yavarí.
dependencia fatal
El caso de María Potsad, del pueblo matsés, da una vuelta de tuerca al problema del transporte. María ha viajado dos semanas en bote desde su aldea con el fin de vender 300 kilos de fariña y comprar los artículos que necesita. Incluso en las comunidades más alejadas, son indispensables jabón y sal, machetes y cuchillos, encendedores y pilas y, por supuesto, gasolina. Pero María ha malvendido su fariña y luego se ha dado de bruces con la inflación galopante. “No me dio para comprar nada”, le cuenta a su paisana Patricia Mayoruna, que visita el puerto para difundir el trabajo de MAI entre las mujeres que llegan de las aldeas. “Yo no sabía que ustedes existían. Ojalá lo hubiera sabido”, añade María con desánimo. Permanece en el bote, con su hijo y otros vecinos de la aldea. Hay varios enfermos, quizás de malaria. Pasan hambre. “Es muy difícil, porque aquí no es como la comunidad. Tenemos que comprar para comer y yo paso el día ahí sentada, en la canoa”. Su tristeza queda dramáticamente resaltada por la basura que flota alrededor del bote: latas de cerveza, bandejas de icopor, botellas de gaseosa… El decorado de una pesadilla.
Un niño indígena en el puerto de Atalaia, donde su familia espera para cobrar una ayuda del gobierno antes de regresar a su comunidad. 
La pesadilla: un día antes, solo unos metros más allá de donde languidece María, ha muerto un niño kanamarí. La familia había bajado a la ciudad para cobrar la Bolsa Familia, el subsidio que otorga el gobierno, pero, como sucede habitualmente, no había dinero en la oficina encargada de pagar. La familia esperó y esperó, viviendo en el bote, en condiciones lamentables. Frío, lluvia, hambre. Luego, enfermedad. Al final, muerte. Y es por esto que las mujeres del Yavarí sueñan que en sus aldeas hay escuelas y hospitales, médicos y profesores, computadores y medicinas. 

Y es por esto que Silvana fundó MAI y lucha por una sede propia, por medios de transporte, por compradores regulares, por aliados que las ayuden a sortear las dificultades de la economía de mercado. “Soñamos que MAI comienza a caminar con sus propias piernas”, invoca Silvana. “Somos mujeres para luchar por nuestros pueblos; mujeres que quieren hablar”.

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