Aprendiendo a ser gente

Miguel Cárdenas se curó de epilepsia con ayahuasca. Bajó el río Putumayo a remo. Fue discípulo de grandes chamanes indígenas; hoy es un maestro generoso. Vive selva adentro, al margen del “sistema”. Y desafía: “La gente de las ciudades no es gente, es un parásito multiplicado que carcome la Tierra, y está destinado a desaparecer”.
Miguel Cárdenas cosecha, una a una, setecientas hojas de chacruna que empleará en la elaboración del yagé. 
Texto y fotos por Carlos Suárez Álvarez
Publicado originalmente en el número 167 de la revista Cáñamo, noviembre de 2011. 
Parsimonioso, se acerca al árbol por el que asciende una de sus matas de yagé (ayahuasca). Se para a un metro de distancia, con un gran cigarro encendido entre los dedos. Recorre con la mirada embelesada las caprichosas contorsiones de las sogas, a las que sopla el humo del tabaco con reverencia. “Es para curar el yagé; el tabaco es muy importante”. Miguel Cárdenas va a cosechar por primera vez este bejuco, que sembró seis años atrás. La ocasión es especial: acaba de regresar a su idílico hogar en el río Calderón después de una larga y obligada estancia en la ciudad de Leticia; en varios meses no ha soltado el lastre de la conciencia ordinaria. “Ese estado que produce el yagé es mejor que el estado normal de conciencia: es el verdadero estado. Por medio de esta herramienta es que adquirí el conocimiento de la vida. Los antiguos habitantes de la selva lograron la humanidad gracias a estas plantas mágicas, que les enseñaron a ser gente”. 

Aunque por sus venas fluye la sangre mestiza de esta Colombia en perpetuo conflicto, aunque nació en el altiplano andino en el seno de una familia convencional de clase media, Miguel Cárdenas, a punto de cumplir sesenta años, es ya un habitante más de esta selva amazónica. Pómulos marcados, frente surcada de arrugas, pelo largo en una coleta para trabajar. Delgado: los músculos de su cuerpo están reducidos a lo necesario, esbeltos pero potentes para encaramarle a pulso por la mata de ayahuasca, para cortar a varios metros de altura las sogas seleccionadas. Luego, cuando baja, las segmenta en pedazos menores, las mete en un costal y las lleva a su “trabajadero”.
En señal de respeto, Miguel Cárdenas sopla tabaco sobre una de sus matas de yagé.
LOS TAITAS DEL PUTUMAYO
Fue un largo camino (interior y exterior) el que le condujo a establecerse en la selva y aprender de sus plantas mágicas. Me gusta Miguel en su papel de narrador, voz grave y reposada: carece de la ansiedad de los que temen aburrir o de los que necesitan ser escuchados. En su juventud descubrió la marihuana y los hongos. Las plantas sagradas, la naturaleza y la relación que con ellas establecían las culturas indígenas fueron siempre motivaciones en los viajes que emprendió por la geografía colombiana. Sentía especial curiosidad por el yagé de los grandes taitas, maestros, del río Putumayo; intuía que allí le podrían curar los ataques de epilepsia que le aquejaban regularmente. 

A finales de 1990 el Putumayo era un hervidero de narcotraficantes, sicarios, militares y guerrilleros, pero junto a su compañera Valeria, llegó al pueblo del Taita Pacho, un yagecero de la etnia siona de notable reputación. El Taita Pacho les recibió cariñosamente. “Le conté que sufría de epilepsia, que me daban ataques, uno cada mes. Él me dijo: Ah, bueno, tranquilo, aquí vamos a ver estas noches”. Y tras tomar tres veces: “¿Sabe usted Miguel? Usted no tiene nada”. Miguel replicó: “Sí abuelo. Tengo unos ataques muy feos; una vez me caí por un segundo piso por unas escaleras y me rompí la cabeza”. El viejo le quitó importancia: “No Miguel; tomando sólo el vegetal, usted se cura”. Así fue: no volvió a sufrir ningún ataque de epilepsia, hasta la fecha. 

Miguel, su compañera Valeria y los hijos de ésta, pasaron seis meses con el Taita Pacho. Se tomaba yagé todos los sábados y algunos miércoles. Allá cumplió sus primeras dietas (privación de la mayoría de las comidas y de relación sexual), y aprendió los rituales siona: “Es potente el yagé que ellos preparan. A nosotros nos daban una porción pequeña pero se repetía tres veces en la noche. A partir de la segunda se potenciaba harto. Y con la tercera más se prolongaba. Era larga la sesión. Empezaba a las siete de la noche hasta las cuatro de la mañana. Los participantes eran de la región, la mayoría sionas y algunos mestizos. Las únicas visitas de gente de fuera eran antropólogos y nosotros. No había turistas. No cobraban nada”. Y la inolvidable figura del taita Pacho, “uno de los últimos grandes chamanes” del Putumayo: “Él trabajaba sentado en la hamaca, al lado de la mesa; desde ahí limpiaba. Era increíble ver cómo le salían cosas a la gente”.
Machucando las sogas de yagé, en el "trabajadero" de Miguel en el río Calderón. 
Fue con el taita Pacho que Miguel adquirió el respeto con el que hoy prepara su yagé. Cosecha cuidadosamente setecientas hojas (hay una docena de arbustos alrededor de la casa) y las lleva al “trabajadero”, un pequeño claro en el bosque, al lado de una quebradita de la que se abastece de agua. “Es un bello lugar para trabajar”, exclama. Extiende un costal sobre el suelo, donde deja las sogas, que luego martillea contra un yunque de madera dura, desligando las fibras concienzudamente. Luego llena sendas ollas con ambos ingredientes. “Yo en otro tiempo le daba mayor importancia a la chacruna que al yagé, pero he comprendido con la experiencia que lo verdaderamente importante es la soga, porque era cuando cocinaba los bejucos más gruesos que las visiones se volvían más potentes”, explica. 

De la pequeña quebrada recoge agua y la vierte en las ollas que lleva a la cercana cocina. La lluvia golpea suavemente el techo de la cocina; Miguel se fuma un porro; cae la noche; la oscuridad es atenuada por la luz anaranjada del fuego y el haz que despide la linterna de Miguel, encajada entre el mentón y el cuello para iluminar la superficie de las ollas rebosantes. Con dos largas varas, Miguel aplasta la materia vegetal; así evita que se desborde. Se mueve alrededor del fuego con la solemnidad de un mago, desplazándose cuidadosamente, como si temiera despertar algún genio irascible. “Hasta que no coseché mis propias matas, nunca cociné mi yagé”, confiesa. “Claro que había ayudado a cocinar a los maestros con los que aprendí, pero ése era su yagé”. Ésa es sin duda una diferencia esencial en estos tiempos de intermediarios, cuando todo se compra y se vende, donde los ayahuasqueros que brotan en entornos urbanos para atender la demanda turística, no pueden cocinar la medicina a partir de sus matas y se ven obligados a comprar a terceras personas. Estos tiempos de negocio. Para Miguel, el turismo ayahuasquero y el consiguiente aumento de chamanes, dinero de por medio, constituye “una profanación”. Sobre si este auge puede contribuir a reverdecer las tradiciones chamánicas, es aún más contundente: “El dinero nunca podrá recuperar ninguna cultura. En Iquitos proliferan falsos chamanes sólo para el turismo; eso no es recuperación de culturas, eso es interés económico”. No lo lamenta: “La vida es dinámica. El proceso tiene que seguir y el sistema capitalista terminará de cosechar su bonanza de productos perecederos. Que terminen de cosechar. Es mejor que lo gocen porque pronto se va a acabar. El chamanismo verdadero, arcaico, no ha perdido nada. Aquellos chamanes trascendieron, conquistaron ese otro mundo”. 

Producir el propio yagé (como producir el propio alimento) renegando de los intermediarios es un acto de rebelión y libertad que Miguel trata de reproducir cada día. Por eso vive tan retirado como puede de la economía de mercado: en compañía de su mujer, Adriana, y su hijo, una naturaleza pródiga le permite vivir como aprendió junto a los secoya, otro grupo indígena del río Putumayo donde pasó dos años después de despedirse del Taita Pacho. Ser autosuficiente; ser independiente; no estar dentro de un “sistema” controlado por “ratas” y “mafias”; construir un mundo a la medida del individuo… Tal vez fuera ése fuera el objetivo con el que emprendió un viaje épico: a mediados de 1993, tras despedirse de sus amigos secoya, junto a su compañera Valeria, descendió mil quinientos kilómetros de río Putumayo en una pequeña canoa, hasta su desembocadura en el Amazonas, con la energía de sus brazos, los alimentos que pescaban y cosechaban, el aliento de encontrarse a sí mismos. La cocción dura tres horas. “Hasta que el agua merme a la mitad”. Entonces vuelca el agua de cada olla sobre una tercera y coloca el líquido nuevamente al fuego para que continúe mermando. Es ya tarde; deja el yagé al fuego y se va a dormir.
 En la olla se dispone alternativamente una capa de yagé y otra de chacruna.
MUERTE Y CURACIÓN
En septiembre de 1993, marcados para siempre por el viaje, Miguel y Valeria llegaron a la pequeña ciudad de Leticia. No tardaron mucho en dar con el más prestigioso chamán de la región, don Miguel Shuña, de la etnia cocama, etnia poderosamente ayahuasquera. Con el octogenario Shuña, Miguel dietó y tomó por espacio de dos años. Luego, bajo la tutela del maestro Vides, mestizo peruano afincado en la ciudad brasilera de Tabatinga, aprendió otros dos. Mientras proseguía su formación, el destino le alejaba paulatinamente del mundanal ruido, acercándole a una casa en el inaccesible río Calderón: ayahuasca y chacruna que van creciendo, la soledad, el “vegetal” que se convierte en una forma de meditación. 

Porque para Miguel Cárdenas el yagé es ante todo una herramienta de comprensión. “La vida es un sueño; la muerte es el despertar. El yagé es una preparación para este viaje al más allá. La gente permanece en la ignorancia: no saben por qué nacieron y no saben por qué mueren. En cambio, los taitas estaban compenetrados con ese mundo, antes de morirse ellos ya habían muerto muchas veces, el yagé era un medio para la trascendencia”. Y la curación: “El yagé es una purga psicofísica. En el cuerpo uno guarda mucha suciedad, por las dietas occidentales y la comida industrial; y la mente está llena de contaminación por los condicionamientos sociales: neurosis, represiones de todo tipo… La gente lo guarda, lo conserva y lo cuida… Y resulta que el yagé va sacando todo”. Pero advierte: “El yagé es fuerte, el yagé no es fácil. Por eso los taitas tenían todo ese ritual, todo ese trabajo que hacen de limpiar el medio ambiente, el aura de la gente, soplándole tabaco, cantando”. Así lo hace también Miguel la noche en la que me ofrece su yagé: poco después de tomar una buena dosis se levanta y sacude suavemente mi cuerpo con un abanico de chacapa, una mata que “protege, limpia el cuerpo y la mente, aleja todo tipo de maleficios, y atrae influencias benignas”. 

Luego cada uno se retira a su hamaca. Se apaga la vela. La selva nos envuelve con una sinfonía de sonidos. Unos minutos más tarde, comienzan los cantos, que no cesarán hasta unas horas después; y con los cantos, un mundo de imágenes sanadoras. “El canto dirige la exploración de la selva interior; tiene uno que abrir un camino y los cánticos son la guía”, explica Miguel mientras se fuma una pipa de marihuana, al día siguiente, con el cuerpo limpio y la mente fresca animada por el cannabis. Miguel compara los cantos a “mantras” que convocan un mundo de imágenes indescriptibles y detienen el flujo normal del pensamiento. “Si no sería un desastre un viaje de estos tan complejo, con la mente y sus palabras. Porque uno ni siquiera durmiendo descansa de ese monólogo. Muchas palabras es incomprensión, demasiado gasto de energía. Uno está mal acostumbrado por la onda racional occidental, que es pura palabra, pero a la larga es un estorbo. El yagé es todo lo opuesto: enseña con imágenes, que están más codificadas; con un sola imagen puedes describir muchas más cosas. La visión purifica”. Es mi última noche en compañía de Miguel, Adriana y su pequeño; llega el momento de dejar este pequeño edén forjado con actos de cotidianidad, modestos y por ello ambiciosos. Me llevo este reportaje y la sensación de haber conocido a una persona excepcional: mucho más que chamán, pintor o explorador, Miguel Cárdenas es un Hombre que con su yagé se encuentra y se construye, reivindica su singular humanidad, haciendo frente a una sociedad donde las personas sólo son números deleznables, esclavos de la sinrazón. Aún hay libertad en las mágicas noches del río Calderón.  

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