Los perfumes de la abuela

Angélica Vásquez lleva seis décadas luchando contra los espíritus causantes de la enfermedad. Su conocimiento chamánico aglutina elementos de la selva, la cordillera andina o el evangelismo estadounidense. Después de un insólito periplo vital se estableció en Leticia, donde ha introducido una línea de trabajo inédita en la zona, la de los perfumeros.
Doña Angélica Vásquez con su hijo Juan, poco antes de comenzar una “concentración”.
Texto y fotos por Carlos Suárez Álvarez
Publicado originalmente en el número 166 de la revista Cáñamo, octubre de 2011. 
Son las cinco de la tarde; cae el sol; es hora de consulta en casa de doña Angélica, en la comunidad indígena de San José, a las afueras de Leticia. En la cocina de paredes de madera y techo de hojas de palma, sin ventanas, una bombilla de luz naranja ilumina débilmente la escena: junto a una rústica mesa doña Angélica unge con agua de florida, perfume imprescindible en sus curaciones, el pie hinchado de una joven mestiza. 

“¿Te diste un golpe?”, pregunto a la joven. Ella deniega tímidamente; la mujer que la acompaña, tal vez su madre, explica: “Eso no fue golpe. Eso es mal de gente”. “¿La llevó al hospital?”. “El médico le dio remedio pero se puso peor. Eso es mal de gente, en el hospital no pueden curar. Hay que traer a estos médicos, pero no todos saben. Sólo hay algunos buenos”, sentencia. Cuando termina de masajear el pie, doña Angélica le toma la cabeza entre sus manos y musita una oración.
El masaje con agua de florida y la oración son elementos recurrentes en la lucha de doña Angélica contra la enfermedad.
guerra espiritual
Aunque en los últimos años ha cobrado fama por sus ceremonias de ayahuasca, doña Angélica es mucho más que eso: una curandera que combate a los espíritus de la enfermedad utilizando diversos recursos, entre los que la ayahuasca es el más potente. A la muchacha del pie hinchado no le ha hecho falta: una tarde, mientras jugaba en la calle, sintió como si una espina se clavara en su pie; la hinchazón llegó hasta la rodilla; las pastillas fueron ineficaces; por consejo de una vecina llegaron a doña Angélica. Después de la primera consulta doña Angélica dio, en sueños, con la enfermedad. “A veces hay malos espíritus”, explica haciendo un gesto alrededor, como si estuvieran presentes. “Los abuelos decían que ellos escupen y si pisas encima te entra esa clase de dolor. Esa espina yo la he sacado en mi sueño”. 

Los sueños y la mareación de ayahuasca: dos espacios en los que chamanes se citan con sus espíritus aliados para recibir diagnósticos y remedios. “Yo trabajo con buenos espíritus; yo no trabajo con malos espíritus. Yo tengo que orarle: Madre de… Todos los vegetales tienen madre; son las madres de los vegetales los que te curan. A veces en tus sueños te dicen lo que es buena medicina para el enfermo: Dale ése de tomar”. Las madres de los vegetales: los seres curativos que pueblan ese otro mundo más allá de los cinco sentidos. Ese otro mundo en el que se busca curación está también poblado de espíritus agresivos, aliados de brujos malignos. 

Resulta curioso que para doña Angélica la boa y el jaguar (que en la mayoría de las tradiciones indígenas se presentan como dioses tutelares) simbolicen fuerzas negativas. “Son malos. Boa crees que es buena gente… Boa es mala gente: te come, te traga. Peor ese tigre: te cacea. Los brujos llaman a esos espíritus malos. Mejor dicho: eso es brujería”. Y recuerda una ocasión en la que se enfrentó a estos enviados del mal. “Yo me enfermé pero bien grave. Yo no he comido casi cinco días”. Así es que tomó ayahuasca, sola, como siempre que la enfermedad la amenaza. “La mareación me ha dado duro. Pero yo no he vomitado; yo cantaba. Yo no tenía miedo porque yo sentía que gente está a mi lado, me está cuidando. ¡Puta! Y allí ha venido a pararse. Sus ojos, ¡cómo brillaban! Yo estaba mirando ahí: es puma negro. Entonces yo le he hecho como un rayo, se ha levantado nomás y se fue. Yo dije: ¿Quién me quiere hacer mal a mí? Y por la puerta ha entrado un diablo. Y me dice: Usted pone como hombre pero la mujer no se iguala como hombre. Le he dicho: Ah, sí, ¿y qué quiere usted? ¿Me quiere matar? A ver mátame. Yo soy mujer, pero soy mujer con sangre de hombre. Una mujer es muy traicionera: te cariña, te besa, pero te mete un cuchillo, una pistola. ¿Usted quiere que yo te haga? Me dice: Discúlpame señora, yo no te voy a molestar ya nunca. Me ha querido hacer daño; pero no pudo. Desde ahí hasta hoy día”.
Doña Angélica Vásquez asegura tener ochenta años.
un camino heterodoxo
Que doña Angélica, indígena amazónica, identifique los espíritus del jaguar y la boa como malignos es menos sorprendente si conocemos su insólita peripecia vital, que la expuso a influencias dispares. Sus antepasados habían sido desplazados desde Colombia al río Ampiyacu, en Perú, por los “patrones” caucheros (ese genocidio impune y olvidado), que reasentaron a sus “trabajadores” cuando se produjo el conflicto colombo-peruano, en los años treinta. La gente de doña Angélica eran los Ocaina, pueblo de coca y tabaco, no ayahuasquero. Sin embargo, a los ocho años llegaron a Puerto Isango, su comunidad, unas misioneras del Instituto Lingüístico de Verano (ILV), organización evangélica estadounidense a la que el gobierno peruano había encomendado la puesta en marcha de escuelas bilingües y la formación de maestros nativos. Con ese fin, sus misioneros-lingüistas debían aprender los idiomas nativos, y es ahí donde se servían de personas despiertas como Angélica. Como hicieron con jóvenes de todas las etnias, se la llevaron al cuartel general del ILV, en la laguna de Yarinacocha, cerca de la selvática ciudad de Pucallpa. Allí Angélica enseñó a las gringas su idioma mientras aprendía a hablar castellano, coser a máquina y divulgar “la Palabra de Dios”; no es casualidad que Jesucristo sea una de las fuerzas que doña Angélica invoca en sus curaciones. Yarinacocha estaba en el territorio ancestral de los Shipibo, una etnia de gran tradición ayahuasquera. 

Una tarde en la que doña Angélica había salido a evangelizar… “Nos dijo una señora: Mi abuelo está cocinando remedio. Fuimos a mirar”. El viejito les explicó: “Aquí se descubre todo lo que es bueno espíritu, malo espíritu. Puede mirar su futuro. Si ustedes quieren, tomen conmigo”. Y unas noches más tarde, la primera mareación: “Me trajo una estrella. De ahí ha pasado una linda mujercita: esa madre de yagé. Después ha venido una viejita y un viejito: son doctores. Ellos son los que ven, y si estás enfermo te curan. Había un tronco largo, y una escalera que subió y yo veía abajo pequeñito mucha gente andaba. De ahí bajábamos otra vez, y estaba viendo lindo jardín, toda clase de flor. Ahí se me pasó y el viejo me preguntó: ¿Qué ha visto usted en su futuro? Yo he visto todo bueno: no he visto ni tigre ni malo espíritu. Ah bueno, hijita, a ti te gusta ese remedio, te quiere, de repente vas a ser médica más adelante”.  
“Este perfume es pura flor. Un jardín te hace ver y lindo tú ves flor en tu mareación”.
APRENDIENDO CON EL "INCA"
Doña Angélica desentierra esos recuerdos mientras machaca con un martillo ramas de ayahuasca. Son las seis de la mañana y se dispone a cocinar más “purga”, para los pacientes que recibe en la pequeña maloca del jardín de su casa, donde ahora trabaja, rodeada de plantas medicinales. Es una mujer delgada, de miembros nervudos y vigorosos. Asegura que tiene ochenta años; según mis cálculos son algunos menos, pero aún así sorprende por su elástica agilidad. Cuando le pregunto por la clave de su estado físico, responde sin dudar: “La dieta”. Come poco de manera habitual y su profesión le exige respetar rigurosas dietas frecuentemente para conservar su poder sanador: ni sal, ni azúcar, ni grasas, ni picantes; sólo algunos pescados y plátano verde. “Así no envejecemos, tenemos fuerza. Si yo me siento enferma, yo dieto medio día, y recién yo voy a almorzar. Yo nunca tomo mi desayuno. Me he acostumbrado así…”. 

Hablar de la dieta le hace recordar su período de formación. Tras su experiencia con el shipibo, doña Angélica conoció a varios ayahuasqueros en Iquitos, adonde se había trasladado. Uno de ellos le pareció el más poderoso: Antonio Alebra, un maestro “inca” que acogía en su casa a decenas de aprendices. La proverbial dieta era terrible: “Más flaquita que como estoy. No alimentaba bien”. Además, en contraprestación tenían que trabajar para el maestro, a destajo: “Levantamos y sin desayuno a cultivar, sembrar plátano, maíz. Nunca hemos amanecido en la casa. Trabajar. Cuando tú sudabas olor de ayahuasca. Descansábamos a las once: nuestro desayuno. Y otra vez trabajar, hasta las tres de la tarde. ¡Qué vamos a estar nosotros tumbados!”. En las tardes, por turnos, los aprendices cocinaban la ayahuasca: “Cuatro personas. Una está partiendo leña, otro está atizando, otro está acarreando agua. Ahí es lo que él enseñaba cómo se cocina”. Luego, por la noche, las tomas, cinco veces a la semana. Doña Angélica interrumpe su relato con un resoplido: “¡Éste es trabajo de joven!”, y deja de machacar momentáneamente la ayahuasca “amarilla”, la que ella prefiere, la que usaba su maestro. 

En su jardín cultiva otras variedades: la “negra”, que utilizan en Perú los indígenas y es la más fuerte; la “rosaria”, que prefieren en Colombia; la “cielo”, que usan los brasileros pero que a ella no le gusta porque “mucho hace cagar y vomitar; te lleva al baño”. Luego se levanta y recolecta hojas de chacruna de unos arbustos cercanos. Coloca ambos ingredientes en la olla, echa agua, y la pone al fuego: hervirá durante horas; doña Angélica seguirá recordando. Con Antonio Alebra pasó un duro año. En la “graduación”, durante una ceremonia, el maestro se sentó frente a cada alumno y les tomó de la mano. “Para darnos su fuerza, su poder. Aquí bien clarito entra”, y representa cómo la energía circulaba desde el maestro e inundaba el cuerpo de cada discípulo. “Esa energía te da y ya puedes curar. Ahí nos dice oración y nos aconseja: Usted no va a ser una mujer tomadora. Usted tiene que cuidarse, va a tener hijos o esposos, cuídelos”. Y al día siguiente, antes de la despedida: “Ahí tú le pagas. Yo le he pagado con una máquina de coser. Un señor pagó una escopeta. Por eso yo digo mi estudio me costó. No era así nomás. Yo he estudiado, yo he sufrido”. 

A los veinte años se convirtió en una curandera profesional, que cobraba por su trabajo, dinero o lo que el paciente pudiera aportar: carne de monte, pescado, plátano… Y ganó un marido: se reunió con otro de los aprendices; su unión fue larga, hasta que le marido falleció. Doña Angélica retira de la olla los restos vegetales; la infusión aún tiene que hervir durante un buen tiempo con el fin de “refinarla”, concentrarla. Entonces añade unas hojas de albahaca y unas gotas de perfume marca Tabú, comprado en Leticia; según ella es el mismo que décadas atrás utilizaba su maestro. “En su nacimiento mismo los incas utilizaban esto, por eso también nosotros… Este perfume es pura flor. Un jardín te hace ver y lindo tú ves flor en tu mareación”.
Doña Angélica en su jardín, machacando lianas de ayahuasca para su cocción.
DOS TURISTAS CAGÁNDOSE
Sobre una pequeña mesita reposan varios botes de perfume, una ollita con la ayahuasca, un par de sonajeros de semillas, un abanico de hojas secas (la chacapa) y varias velas que alumbran el interior de la maloquita. Son las ocho de la noche del martes; hay ceremonia. Entre los asistentes: una profesora universitaria, un vecino indígena de la comunidad, y dos turistas: uno de Bogotá, un inglés de origen hindú, que toman por primera vez. La profesora saca de su mochila un par de frascos de perfume y sendos manojos de plantas. Ella es paciente de Juan (hijo y discípulo de doña Angélica), que deshoja las plantas y las coloca en una gran olla de agua: está preparando un baño de florecimiento. Según Juan, los perfumes mezclados con las plantas pueden cumplir, además de curar, distintas finalidades: desde realizar una venta hasta enamorar. 

Doña Angélica permanece en silencio, sentada en el suelo, con la espalda recta. Saca de algún lado varios pañuelos blancos que nos alarga. “Póngaselo en la cabeza”, indica. Luego acerca hacia sí la ollita, llena una pequeña totuma, se la pone cerca de la boca y ora. Adivino mi nombre y algunas palabras: “Protégele, cúrale, ilumínale”. Me tiende la totuma y apuro el contenido. Tal vez diez o quince centilitros. Repite la misma operación para todos los presentes; finalmente toma ella. Con una botella de agua de florida en la mano Juan se acerca a cada uno de los asistentes y nos rocía las manos, la cabeza, el cuello. Acto seguido apaga las dos velas. Pide a los presentes “concentración en el corazón”. Silencio. 

En breve comienzan los cantos al ritmo de abanicos y sonajeros, los mismos cantos del maestro Antonio Alebra, que medio siglo después resuenan y curan entre estas paredes; allí se quedan: doña Angélica no quiere que esas palabras sean fijadas en el papel. Las vomitonas no se demoran. La náusea, la pesadez de estómago, la certeza de que en los intestinos se está produciendo una limpieza exhaustiva. Y el entumecimiento, el extraño calor que recorre las venas hasta remotos capilares, el zumbido de los oídos, los bostezos, el lagrimeo… Los turistas salen torpemente de la habitación en busca del retrete; doña Angélica se ve obligada a encender una linterna para alumbrarles; al regresar uno de ellos exclama: “Disgusting!”. 

La “concentración”, como suele decir doña Angélica, dura tres horas. Luego se prende la luz y los asistentes se preparan para dormir allí mismo. Le pregunto a los turistas cómo les ha ido. El hindú, trastornado, logra articular que no ha tenido visión, sólo vomito. Parece defraudado; obsesionados con las visiones, muchos primerizos desestiman las bondades de la purga física. El bogotano también responde aturdido: “Muy bien”, aunque su respuesta suena incompleta, como si quedara una explicación pendiente. Me despido de los presentes cálidamente: después de tomar resulta más fácil ser afectuoso. Doña Angélica me acompaña a la salida y me pregunta con una sonrisa: “¿Te has mareado?”. “Me he estado limpiando hasta el último momento”, respondo haciendo el gesto del vómito. Reímos y nos despedimos.  

Contenidos relacionados

Entérate de cada nueva publicación

Buscar