Canción triste del Yavarí

En la cuenca del río Yavarí, uno de los espacios más remotos de la Amazonia brasilera, las costumbres antiguas se enfrentan a los males modernos. El payé José Marubo canta para curar, con voz rajada por la fatalidad que asola su selva en forma de hepatitis y malaria. 
José Marubo, a la derecha, observa como su yerno machuca los tallos de la ayahuasca. AL fondo la maloca marubo cercana al pueblo de Atalaia.  
Texto y fotos por Carlos Suárez Álvarez
Publicado originalmente en el número 170 de la revista Cáñamo, febrero de 2012. 
Los mestizos llegan con ruido: chanzas, gritos, risotadas. Son mestizos de la ciudad vecina de Benjamin Constant, a veinte kilómetros por la carretera recientemente construida. Con familiaridad ingresan en la maloca y se acomodan en el recibidor, en los troncos que a modo de bancas están dispuestos perpendiculares a la puerta, y charlan con el viejo Santiago y con José, el payé, el médico de la etnia marubo, al que uno de ellos ha venido a buscar. Durante media hora intercambian historias del monte: peligros, hazañas, sucesos increíbles. Mientras, con aparente indiferencia José ha sacado su rome-rechti, su pequeño inhalador de rapé, y se ha administrado varias sopladas buscando la inspiración precisa. 

Los presentes salen de la maloca y dejan solos a médico y enfermo que, próximos, esbozan la naturaleza de la enfermedad en íntimo susurro. José pide a su paciente que se quite la camisa y se tumbe sobre el banco. Se arrodilla junto a él, le aplica la boca al vientre y absorbe con ruido ostentoso. Se levanta, regurgita dramáticamente y extrae de su boca un cuerpo viscoso, alargado, que bien podría ser un gusano. Repite la operación pero esta vez coloca el cuerpo extraído contra la tenue claridad del atardecer que penetra por la puerta. Sí, es un gusano baboso, negro y alargado, que se retuerce.
El payé José Marubo inhala rapé en los momentos previos a una sesión de curación.
NO ESTÁ MUERTO
Antes, mientras los visitantes disfrutaban de sus anécdotas, José ha salido en un par de ocasiones; es posible que en ese lapso, previendo la intervención a realizar, haya buscado un par de gusanos en las cercanías y se los haya metido en el bolsillo de su pantalón. La costumbre de extraer cuerpos sólidos de los enfermos (gusanos, espinas, arañas) como prueba material de la enfermedad curada, siempre ha sido considerada por cronistas e investigadores con escepticismo: un efecto especial del que ningún curador amazónico puede prescindir; es materialmente imposible que un mal se extraiga del interior del cuerpo convertido en gusano, argumentan. 

Tal vez por esta improbable destreza la maloca de José Marubo se ha convertido en centro de salud frecuentado por blancos, mestizos e indígenas, en esta remota región de la Amazonia brasilera donde los servicios estatales, los que deberían garantizar tratamientos materialmente posibles, son insuficientes y deficientes. José lo sabe bien: su hija mayor, que fue a dar a luz en el hospital del cercano pueblo de Atalaia, falleció tras una triste acumulación de despropósitos; sus paisanos, los marubos, que ocupan la cuenca del Yavarí y varios de sus principales afluentes, están sometidos a una endemia de hepatitis y malaria que ha causado centenares de muertos en los últimos años. Las plagas de los blancos se han establecido entre los indios del Yavarí; no así sus remedios. 

Antes, cuando José salía (quizás en busca de sus gusanos), ha conversado con dos mujeres de semblante afligido que esperaban afuera. Despachado el primer paciente, las invita a entrar. La de mediana edad representa en sus rasgos lo indio, lo blanco y lo negro de Brasil; la joven viste un top ceñido, jeans, y profusión de collares y pulseras. También vienen de Benjamin Constant. Se acomodan en los troncos del recibidor, que ahora, con la llegada de la noche se ha convertido en espacio de curación. A su alrededor, media docena de hombres indígenas toman el remedio, que guardan en una botella de gaseosa de dos litros, de paredes teñidas por el repetido almacenamiento, y que sirven en una pequeña totuma, cuenquito fabricado con la dura corteza de un fruto. Tranquilos, respetuosos, durante un buen rato nadie habla. A indicación de José, su ayudante comienza a soplar a los participantes rapé de tabaco con el rome-rewe, el gran soplador reservado para las ceremonias de curación y adivinación como la que va a dar comienzo. Luego cierra la puerta de la maloca y entre los dos postes que la flanquean cuelga una hamaca tejida con fibras vegetales. José se sienta en ella, dominando a los ocupantes de los bancos. 

Las mujeres asisten con algo parecido al pavor a las sucesivas sopladas de rapé, la ingesta de ayahuasca y la tensión ceremoniosa. No entienden lo que sucede; en su cara se advierte el supersticioso temor a la brujería. Nadie se dirige a ellas hasta que el ayudante interroga por la razón de la consulta. La mujer madura se explica entre sollozos: la semana pasada su hermano, que estaba trabajando en un pueblo lejano, cruzó de noche el río en canoa y desapareció; algunos testigos le contaron que estaba borracho. Teme que se haya ahogado y, afligida por la incertidumbre, quiere saber. El ayudante, amable y atento, formula preguntas que ayudan a la mujer a explicarse con más precisión. Cuando ella termina regresa el silencio, acentuado por las sopladas de rapé y la ingesta de ayahuasca. José permanece tumbado en la hamaca, con los ojos cerrados, inmóvil. Las mujeres callan en un respeto extrañado al silencio que se prolonga. Los niños aún no se han acostado y corretean aquí y allá. En el otro lado de la maloca, el femenino, comen las mujeres de la familia, sentadas en el suelo junto al fuego. Una bombilla de bajo consumo, en el centro, ilumina desvaídamente la escena. 

Súbitamente José entra en convulsión: los espíritus le toman. Al rato se incorpora, se sienta en la hamaca con los ojos prácticamente cerrados y comienza a hablar en marubo, con voz pastosa, a nadie en particular. Más tarde cambia al portugués y sólo hace falta una palabra para que la mujer llore; una palabra y un gesto: “Sumió”, y el brazo cayendo en picado. Pero el lloro de la mujer, el desahogo necesitado, es interrumpido por el ayudante. “No está muerto, no está muerto”, dice consolador. A mi lado, el viejo Santiago, suegro de José y único de los presentes que además de marubo y portugués habla español, me traduce lo que su yerno ha visto en el trance. “El hombre se hundió. Lo cogieron los seres del agua y se lo llevaron a su mundo”, explica serio. “No lo van a devolver, él va a quedar ahí. Está vivo, pero no puede salir”. El ayudante abunda: “Ya tiene su familia, su mujer, su hijo. Él está bien”. Ella respira aliviada, y cuenta un sueño reciente en el que veía a su hermano vivo, vestido de blanco, yendo a su encuentro. El ayudante asiente e insiste una y otra vez: “Muerto no está”. 

El intercambio se prolonga algunos minutos, y aunque la mujer sale con la idea de que su hermano está bien, no tengo muy claro que haya entendido la dimensión existencial a la que se refería José. Antes de irse la mujer se excusa por no poder pagar. Los hombres rechazan con vehemencia cualquier contraprestación. “No, no, no”. Ella asegura que cuando pueda traerá una gratificación: un kilo de azúcar. Ellos la despiden satisfechos, complacidos, efusivamente.
José, a la derecha, recibe una soplada de rapé con el rome-rewe, inhalador de rapé.
Según la concepción de José, los males del paciente se convierten en babosas, y las personas que se ahogan en el río sólo transitan a otro mundo: no hay una clara distinción entre lo materialmente posible y lo materialmente imposible, es decir, entre lo que se puede percibir por los cinco sentidos y lo que, tal vez, queda en ese indeterminable más allá. El viejo Santiago recuerda que un sobrino suyo desapareció en un afluente del Yavarí, y un payé de la familia, tras tomar ayahuasca, supo que al joven se lo había llevado la Boa al Mundo del Agua. “Es un mundo que tiene de todo: mercado, comida, sillas, de todo… En ese mundo las personas usan vestidos de escamas de pescado”. Allá el sobrino se casó con una sirena y tuvo dos hijos; según la ley, al crear su familia ya nunca podría regresar a nuestro mundo, pero él estaba decidido a hacerlo y para ello se vio obligado a matar a su familia. Cuando estaba a punto de salir, los jefes le atraparon; desde aquí, el payé trató de ayudarle a escapar, intento que a punto estuvo de costarle la vida. El sobrino no volvió. 

Mientras Santiago me cuenta esto, entra en la maloca una vieja encorvada, que tiene grandes dificultades para moverse, enferma, acompañada por dos mujeres que podrían ser su hija y su nieta; se acomodan cerca de donde estamos. Entonces José abandona la hamaca y se la cede a su hijo, de aproximadamente diez u once años. El ayudante vuelve a ofrecer ayahuasca y rapé a todos los presentes, y el muchachito recibe la misma cantidad que los mayores. Las rondas se suceden con creciente frecuencia, entre silencios y conversaciones distendidas. En breve el niño está claramente intoxicado, con los ojos entrecerrados, vidriosos, hinchados. También a él le asaltan las convulsiones: tendido en la hamaca se dobla sobre sí mismo en movimientos rápidos y repetitivos. Después cae en un letargo que sólo abandona para inhalar más rapé y tomar más ayahuasca. Y entonces habla o, más propiamente, hablan los espíritus mediante su cuerpo. Los mayores escuchan en respetuoso silencio, y lacónicamente asienten, legitimando el discurso del muchachito, medio incorporado, levantando los brazos por encima de la cabeza, con aplomo, ojos cerrados, voz pastosa… La mareación. Y comienza la letanía cantada, y ya no parece niño, por la fuerza de su voz, la aspereza de la garganta. Y ya no es niño sino vehículo de las fuerzas curativas, y no es dueño de sí mismo cuando tambaleándose se inclina sobre el bebé y le aplica un emplasto de plantas machacadas y, la boca sobre el vientre, absorbe y regurgita, y el bebé que berrea, y el niño payé sale fuera a vomitar y entra y se derrumba en el sopor de la hamaca. 

José reclama una nueva dosis de ayahuasca y rapé. Ahora es el turno de la vieja, que descansa en una hamaca cercana. Se sienta junto a ella, le aplica el mismo emplasto, le busca el vientre con la boca, absorbe y regurgita sobre su mano la babosa, que nos enseña con calma triunfal. Después los viejos se sientan alrededor de la enferma y cantan. Yo me retiro a la hamaca y sueño sobre las cuatro melodías que se entrelazan de forma inaudita; dirigen mi mareación sus voces roncas. El niño, con un timbre que ahora parece infantil, por contraste, vuelve a su letanía. El tiempo se estira y se encoge; el gallo anuncia la mañana. Todos se han retirado menos José, que permanece sentado junto a la vieja, médium de la música de los espíritus.
José Marubo, relajándose en la plácida tarde, en el interior de su maloca.
CANTOS Y HOSPITALES
En este mundo de libertad y heterodoxia que es la Amazonia, en pocos ámbitos se manifiesta una mayor creatividad que en el chamanismo. El ritual que la etnia marubo ha desarrollado para el consumo de ayahuasca es excepcional por varios motivos. La infusión es poco concentrada y conduce a la mareación de manera muy gradual, lo que favorece la conversación: se intercambian mitos, que adquieren su significado profundo en ese otro nivel de conciencia; se enseñan cantos; se analizan problemas cotidianos, enfermedades sociales. 

Los pedazos de la soga mágica se cocinan sin su habitual compañera, las hojas de la chacruna, lo que en teoría limita los efectos visionarios, aunque los payés aseguran que es el rapé lo que garantiza la visión. Sea como fuere, el proceso culmina en el canto que, hay que hacer hincapié en ello una y otra vez, es la medicina: es mediante el canto que los enfermos se curan. La ayahuasca permite al médico hacer tangibles los cantos sanadores que entregan los espíritus de la naturaleza. Religión, música, salud. 

En la biografía de José Marubo también resalta esa proverbial libertad amazónica. Nadie en su familia era payé. “Ni mi papá, ni mis hermanos, nadie… Pero yo tenía otro espíritu”. Una vocación, una llamada inexplicable a convertirse en lo que ahora es. Antes dio muchas vueltas: la tierra de sus ancestros, en el lejano río Ituí; Cruzeiro do Sul y el ejército, los blancos, trabajos diversos; vuelta a su tierra; nuevo éxodo, al pueblo de Atalaia, en la desembocadura del río Yavarí, en la frontera del territorio étnico; y finalmente la maloca en la que, pese a la cercanía de las ciudades y a la preponderancia del dinero, aún se come con las manos de platos compartidos, se duerme en una gran casa común, sin divisiones, se conversa animadamente mientras los niños corretean alegres, se concitan los viejos en las noches para tomar ayahuasca y cantar. Aunque esa gran casa comunal, la maloca de antaño, comienza a desintegrarse; alrededor, un anillo de pequeñas viviendas unifamiliares delimitan nuevos espacios individuales, acotados frente a los demás miembros de la gran familia. Un atisbo indiscreto a su interior revela, inopinadamente, un reproductor de DVD, una televisión, y las consignas de Hollywood sonoramente reídas y disfrutadas, eso sí, en petit comité. Y a sólo diez metros la puerta de la maloca cuya penumbra nos transporta a otra dimensión, otro mundo. 

Ha llegado el viejo Casimiro, enfermo. Setenta, ochenta años, apenas puede levantarse de la hamaca. Le acompaña su hijo que no es payé pero que en este proceso de curación también tiene algo que ofrecer al progenitor: amor, cuidado, atención. Las noches son veladas interminables en las que José, su ayudante y el hijo del paciente cantan, cantan y cantan, sentados junto a la hamaca del enfermo. En la mañana, cuando José sale a la ciudad, el hijo no ceja: inhala rapé, toma ayahuasca y canta más al padre desfallecido. El viejo a veces musita algo, y el hijo le escucha atentamente; luego sigue cantando, en la oscuridad de la solitaria maloca de mediodía, cuando sus habitantes se dedican a sus ocupaciones cotidianas. 

En la tarde la maloca va poblándose nuevamente, de propios y extraños, de mestizos e indígenas. José conversa indolente, está cansado, tres noches sin dormir; buscando energía inhala rapé, mientras acaricia cariñoso a los pequeños de la gran familia, un ejemplo de amor tan emocionante como el que demuestra ese hijo por su papá enfermo, que trata de salir de la maloca para orinar y las fuerzas le fallan: sus músculos desarmados, la barriga fláccida, la fuerza que se escapa a las orillas de la muerte. Con la noche, otra vez el ayudante que llega, los jóvenes que participan en la primera parte de la sesión, las mujeres y los niños que van cayendo en el sueño de las hamacas cercanas. Ayahuasca, rapé, cantos. A la mañana siguiente viene a recoger al enfermo un carro del centro de salud de Atalaia, donde van a proporcionarle un tratamiento convencional: el médico hará diagnóstico; la enfermera rondará cada dos horas. Intrincado revoltijo de portugués y marubo, dinero y solidaridad, hospitales y malocas, local y global, material y espiritual.  

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