Don Pancho y compañía
Niñas inquietas, turistas con prisa, vecinos místicos y viejos marchosos tienen algo en común: la costumbre de tomar ayahuasca con el maestro más veterano de la triple frontera. La casa de don Pancho es un centro de salud para los locales y el destino preferido de turistas con inquietudes psiconáuticas.

Poco antes de comenzar la ceremonia, don Pancho icara el vasito con ayahuasca que tomará la niña. En Tabatinga, en la Triple Frontera entre Brasil, Colombia y Perú.
Texto y fotos por Carlos Suárez Álvarez
Publicado originalmente en el número 168 de la revista Cáñamo, diciembre de 2011.
Amazonia: la selva virgen que alberga culturas aisladas, idénticas a sí mismas al pasar de los siglos, herederas de tradiciones chamánicas practicadas por sabios desinteresados en círculos esotéricos restringidos… El cliché se podría prolongar pero basta una visita a la casa de don Pancho Cabral, en la ciudad fronteriza de Tabatinga, para entender la radical diferencia que separa la leyenda de la realidad desarbolada.
En Tabatinga, como en todas las ciudades de la Amazonia, la selva ha sido sustituida por la urbe: calles maltrechas, construcciones inacabadas, polvo y calor o barro y lluvia, motos, equipos de sonido, tiendas, colegios… En la última década la metástasis se ha agudizado y la naturaleza, pasiva, ha retrocedido un paso más: ¿por qué respetar un árbol si el terreno al que da sombra vale cuarenta mil reales? El espacio de don Pancho es la excepción: un oasis de verde frescor, tal vez media hectárea de vegetación entre parcelas peladas. En el recuerdo de don Pancho su casa estaba en pleno monte, a veinte minutos de camino del entonces pequeño pueblo. Es difícil precisar cuando fue eso; su memoria es vaga, a veces contradictoria, aunque una pequeña reseña biográfica podría ser: nació hace más de noventa años en un pueblito a la orilla de un pequeño afluente del Amazonas; la mamá era indígena ticuna, nacida en Perú, y el papá, comerciante, procedía del estado brasilero de Ceará; después de varias aventuras, don Pancho llegó a Tabatinga con veinticinco años para alistarse en el ejército; con treinta y ocho se licenció para dedicarse a la medicina vegetal.
Hoy, los pacientes de don Pancho caben en dos categorías. La primera es la de vecinos que acuden a él por enfermedad, como el bebé gordísimo que carga una joven mamá: una semana atrás comenzó a sufrir diarrea y vómito; en el hospital, tras todo tipo de pruebas, les mandaron de vuelta a casa, sin solución. Y llegaron a don Pancho quien, tras el examen, diagnostica una “infección en el estomago”: el bebé se llevó a la boca la mano sucia y que ahí le entró su enfermedad. Dice que los médicos del hospital no saben curar eso porque no se trata sólo del remedio. “El mejor remedio del mundo no sirve para nada si no se hace dieta”, afirma categórico mientras le tapa la nariz al bebé y le mete una cucharada de un líquido color marrón claro de origen vegetal. Después don Pancho rellena su pipa con tabaco, sopla sobre la cazoleta una melodía, enciende, fuma y sopla una y otra vez el humo del tabaco sobre el vientre. Con la ceniza resultante se embadurna la mano y se la pasa al bebé por el estómago, masajeándolo. La consulta ha terminado.

Tras soplar humo de tabaco al bebé enfermo, don Pancho masajea su vientre con la ceniza del tabaco.
parroquianos peregrinos
Don Pancho está en plena forma: delgado, ágil, vivaz. Recita la clave de su longevidad: que camina a todas partes; que no toma alcohol; que evita disputas con su mujer; que come poco y evita grasas, café, carnes… “Ese remedio que nosotros tomamos, si comes mucha grasa, la va a echar fuera. Él gusta nuestro estómago bien limpio”. El remedio, claro, es la ayahuasca. “Toda enfermedad que llega y quiere entrar, no entra. El cuerpo está cerrado”.
En la maloca de don Pancho el remedio se toma miércoles y sábados, a eso de las ocho de la noche. Allá se reúne una variopinta y leal parroquia. Por ejemplo, Erasmo: sonriente, gordito, de mejillas redondas y ojos escondidos, comunicativo. “Vengo a ayudar a cantar a don Pancho, a atender a los pacientes”, explica mientras esperamos el inicio de la ceremonia. Empezó a tomar con treinta años (tiene sesenta y siete), porque se puso enfermo y en el hospital no pudieron hacer nada. Entonces conoció al maestro Ventura quien le curó y le animó a aprender. Bajo su tutela siguió la dieta y se inició en el chamanismo. Recuerda riendo: “Daba miedo tomar porque aparecen muchos malos espíritus. Tras dejar que el remedio entrara en él, “salió el cigarrillo, salió el trago”, y ya ni siquiera le interesa el fútbol. Sólo le importa “la amistad, conocer gente, conversar”. Con Don Pancho empezó a tomar veinte años atrás… y el resultado: se casó con su hija. Dice Erasmo: “Ayahuasca es un remedio muy bueno, enseña toda clase de medicinas vegetales. Enseña el pasado y el futuro”, y se lanza a un discurso sobre Dios, el amor, y el demonio.
Y entonces irrumpe Klaus, alemán, corpulento y agitado, tomando agua de una botella compulsivamente. Mira alrededor, saluda y se explica: acaba de llegar de Iquitos (el viaje por lancha rápida es de diez horas) y mañana se va para Bogotá en avión; le han hablado de don Pancho y quiere tomar ayahuasca. Duda en voz alta: cuenta que acaba de dejarlo con su novia hace tres días y no está muy equilibrado. Me pide mi opinión. “¿Debería tomar?”, pregunta entre trago y trago. “Tú sabrás”, respondo. Klaus, el turista indeciso, pertenece a la segunda categoría de pacientes de don Pancho, quienes no se consideran enfermos y desean pasar por la experiencia de la ayahuasca. Este también es el caso de una joven de aspecto jipi (al menos va vestida a la usanza) y que aparece poco después de que salga Klaus. Lleva de la mano un niño angelical: rizos dorados, piel blanca, labios encarnados. Su hijo, que debe andar por los tres años, ha tomado tres veces. “Éste es un taita”, dice del pequeño. Ella es bogotana, ha venido a limpiarse, y también viaja al día siguiente a su ciudad.

La corteza del castaño de Pará sirve “para curar cáncer”, asegura don Pancho.
malos tragos
Don Pancho Cabral es un profesional de la medicina basada en el uso de la ayahuasca: cobra por sus servicios. Desde el principio fue así y ahora, con la mercantilización global galopante, lo es más. Él tuvo que pagar por la enseñanza a su maestro, “un indio de Machu Pichu” que le auguró “buen camino” en este conocimiento y le invitó a aprender con él. Don Pancho, que entonces vivía bajo la tutela de su abuela en Perú, aceptó: “Mi abuelita pagó a ese señor. Me llevó para la selva con cinco muchachos y cinco señoritas, todos alumnos. Nadie podía entrar allá; sólo el maestro podía salir para comprar las cosas. Nadie podía mirar a nadie de fuera; y nadie nos podía mirar a nosotros”. Aislamiento y dieta. La sal, el azúcar o el pan estaban prohibidos; sólo comían plátano verde y, con mucho cuidado, pescado: “No podías quebrar la espina del pescado: sacar la carne con mayor cuidado”. Diariamente ingerían una pequeña dosis de ayahuasca, insuficiente para inducir la borrachera pero necesaria para abrir la comprensión: el maestro les enseñaba a reconocer las propiedades de las plantas y a prepararlas en emplasto, en baño, en infusión o en vaporización… Tres días a la semana se celebraban ceremonias en las que mediante ayahuasca se establecía la comunicación con las “madres” de las plantas que, si el alumno era aplicado, acababan por entregar su mensaje, su canto, su fuerza curativa. “Los padres de la ayahuasca son chiquitos. Sus vestidos son blancos; así como un médico en un hospital. En la ceremonia ellos vienen a avisarme qué enfermedad son las que tienen esas personas, y qué remedios es bueno para ellos. Si no hay cura también ellos me dicen”.
Don Pancho es un profesional que cobra y Klaus es un turista que paga. Aunque a Klaus tal vez le choque que justo antes de dar comienzo la ceremonia, sentados ya todos los participantes alrededor del chamán, éste le pida con un gesto displicente “el dinero, porque mañana no voy a estar aquí por la mañana, tú te vas y luego no me pagas”. Klaus rebusca en los bolsillos y completa la cantidad. Hay una docena de personas: Erasmo, Klaus, varias mujeres con sus hijas, niñas con chupa chups que también reciben una pequeña dosis; entre todos ellos destaca la figura del cuñado y estrecho colaborador de don Pancho: Chito Torres, un silencioso y elegante septuagenario que no se quita las gafas de sol.
Don Pancho vierte en un vaso la dosis, sopla una melodía protectora y la entrega sucesivamente a cada paciente. El joven Klaus está ansioso: “¿Cuánto tarda en hacer efecto?”. Se apagan las luces; primeros silbidos musicales; movimiento acompasado de la chacapa, el abanico de hojas; los silbidos pasan a cantos, que ya no cesarán en toda la ceremonia, en la voz de don Pancho o en la de sus ayudantes, cuya ayuda reclamará en varias ocasiones.
Pero lo más interesante de la ceremonia es la reacción del turista. Su voz denota angustia cuando, mientras don Pancho canta concentrado, pregunta en voz alta: “¿Puedo tomar agua?”. Erasmo le responde en un murmullo: “Ahora no, cuando termine la mareación”. El otro insiste nervioso: “Es que tengo mucha sed, ¿no puedo tomar agua?”. Inquieto: se sienta, se tumba, se sienta, resopla, vuelve a preguntar lo del agua. Se acerca a mí y me explica que quiere vomitar. Lo intenta sacando la cabeza por la ventanita que rodea la maloca, sin suerte. “Si tuviera algo en el estómago podría vomitar”, considera, y por eso vuelve a pedir agua en voz alta. Le aconsejo que espere al final de la ceremonia, que se siente y se concentre. Pero el alemán quiere salir “a orinar”. Le acompaño. “¿No puedo beber un poco de agua? ¿No podemos ir a la cocina?”. Y repentinamente, una confesión atormentada: “Tengo pensamientos malos”, y habla de su novia y de la ruptura. Enseguida: “¿Cuánto tiempo llevamos? ¿Dos horas?”, pero no han pasado ni cuarenta minutos. Se aleja un par de metros para orinar; camina trastabillado, a punto de caer; trata de vomitar pero sólo emite ruidos guturales. Aparece don Pancho, que ha abandonado la ceremonia para conseguir agua. Le sirvo un vaso. “¿Puedo tomar un vaso más?”, dice después de tomárselo de un trago. Se bebe un litro. “Voy a intentar vomitar”, dice alejándose; se mete los dedos y vuelve a fracasar. Ansiedad, desconfianza, desorientación, desequilibrio, zozobra, paranoia… Así pasan las horas para Klaus. De nada sirve que don Pancho le haga entrar y le cante a su lado. “Tengo pensamientos malos”.
Cuando la ceremonia termina se enciende la luz, los participantes sonríen agradecidos y aliviados; como todos son vecinos del pueblo, se preparan para caminar a sus casas, todos excepto Klaus, que parece francamente asustado, y se va a quedar a dormir en la maloca, solo. Nadie le da importancia a su malestar; incluso se permiten hacerle bromas.
Las calles de Tabatinga están desiertas. Camino con Chito Torres, cuyas extraordinarias gafas de sol resaltan una beatífica sonrisa. Tiene setenta y seis años, y lleva treinta y cinco tomando ayahuasca. Su indumentaria merece una descripción: unos pantalones y zapatos negros nuevos y elegantes, y camisa blanca, holgada para su cuerpo enjuto. Tiene el pelo corto, ralo pero aún le cubre toda la cabeza, y es muy negro, tal vez porque se lo tiñe. Luce anillos dorados y un collar. Confiesa que le gusta mucho bailar, y hace una graciosa demostración moviendo todas las coyunturas. Los domingos a la una de la tarde suele juntarse con unos viejos para rumbear. “Bailar es muy bueno para la salud”. Camina tambaleándose, con paso inseguro y con esa efusiva naturalidad que garantiza una noche de ayahuasca.

Don Pancho machaca la ayahuasca con la ayuda de uno de sus aprendices.
plata en la ciudad
Unos días más tarde, frente a una gran olla metálica de agua hirviendo donde la ayahuasca y la chacruna dejan su esencia, el recuerdo de los malos tragos de Klaus le sugiere a don Pancho la siguiente reflexión: “Su cuerpo no estaba preparado para tomar el remedio; como estaba nervioso… Esas personas me tienen que buscar: Don Pancho, estoy pasando mal, por eso y lo otro… Si tú estás enfermo y tú vas al médico, tú vas a contarle. Pero si tú no cuentas, el médico ¿qué va a curar? Ahí me tiene que avisar lo que acontece. Yo voy a soplar a él, yo voy a abanicar. Ahí sí va a tomar porque está preparado”. Y reprocha el deseo de Klaus de permanecer fuera de la maloca: “Eso es más peligroso, porque aquí fuera hay muchas cosas malas. La gente sale a orinar, pero tiene que ir para dentro de nuevo. No hay que demorar mucho fuera. Porque dentro estoy mirando pero afuera no estoy mirando nada de lo que está pasando”.
El caso Klaus ejemplifica bien lo que sucede cuando una práctica que exige concentración y respeto, se rebaja a “moda” y se persigue como una experiencia más en la colección que depara un viaje turístico. Don Pancho insiste en que él nunca llama o invita a nadie para tomar ayahuasca en su maloca; la gente le busca desde los cinco continentes y él comparte su conocimiento. A cambio pide dinero, no sólo para alimentar a su numerosa familia, sino también para comprar el bejuco y la chacruna con los que cocina su remedio.
Pero el dinero, siempre escaso, resuelve tantos problemas como preocupaciones crea. La mujer de don Pancho, doña Celina, con quien apenas he conversado, se sienta a nuestro lado. Debe pasar los ochenta y también suele tomar ayahuasca con su marido. Interviene enfadada: “Viene mucha gente de todos los lugares del mundo: de Japón… Usted me disculpa… Pero mucha gente ha venido aquí para aprovecharse de nosotros dos. A veces se pasa hambre aquí, con tanta gente que llega, primero se aprovecha y luego se va para nunca más volver, para no pagar. Nadie deja una gratificación”. El blanco de su enfado soy yo, el periodista. “Así como usted está haciendo ahora con él, lo que él va hablando todo el mundo va grabando. Cuando salen de aquí, se van y por allá hacen libro y CD, y hacen negocio. Éste es nuestro trabajo, nuestra profesión. Entonces viene mucha gente pero sólo para aprovechar de él. Del hospital vienen para acá. Señor Pancho, vendí una casa para pagar médico de hospital; nunca quedé bien. Con Pancho, con dos sesiones, ya queda bien”.
El enfado de Celina pasa como una tormenta; sale una sonrisa celeste. Su queja me resulta familiar, me parece justificada, y tal vez ofrezca de esta entrañable pareja una idea incompleta, si no añadiera lo que unos viajeros argentinos que están limpiando el jardín me han dicho: que pidieron alojamiento a cambio de trabajo y que, sin siquiera insinuarlo, les están alimentando generosamente. Don Pancho ha permanecido en silencio durante la diatriba de doña Celina, con la mirada fija en su humilde casa, por siempre a medio hacer; a nuestro alrededor deambulan juguetonas sus nietas y biznietas, ignorantes de las luchas titánicas que establece su abuelo en esos otros mundos cargados de amenazas y oportunidades: el de los espíritus, donde se sumerge en busca de energía y salud; el de la economía de mercado, al que se someten inexorablemente todas las expresiones de la actividad humana en el planeta.