La guerra eterna
Intentó renunciar a la azarosa misión de curar, pero el “vegetal” no se lo permitió: luchar contra la enfermedad es su destino. Cuenta que ya fue médico de la naturaleza en una vida anterior; renació con el don. Profesional circunspecto, Bides vive devoto a esta “medicina infinita”, en alerta contra la amenaza continua de satanismos y hechicerías.

Durante una ceremonia en Atalaia, un joven de la etnia kanamary se toma la dosis de ayahuasca brindada por el maestro.
Texto y fotos por Carlos Suárez Álvarez
Publicado originalmente en el número 171 de la revista Cáñamo, marzo de 2012.
El hombre estuvo trabajando para el patrón tumbando selva, en tierra de indios bravos. A veces los veía asomarse entre la espesura, con su peculiar corte de pelo y su atuendo escueto. Una mañana, al llegar, encontró dos palos clavados en forma de equis; una advertencia a la que el patrón, a quien informó con zozobra, no dio crédito. Siguió trabajando y cayó enfermo, ¿víctima del embrujo? Bides Guerra recuerda que cuando le vio por primera vez parecía devorado por la lepra. “Yo ya no quiero más nada”, se lamentaba. “Yo espero la muerte ya, porque ningún hombre, ni médico, ni las iglesias, me han curado”. Bides respondió: “No, tú todavía no has sido tratado por la naturaleza, por remedios puros”.
Se habían encontrado en la ceremonia de otro maestro ayahuasquero del pueblo de Tabatinga, con quien Bides había comenzado a tomar ayahuasca, allá por los setenta. Para ser exactos, según Bides aquella noche fue la primera vez que tomó “en esta vida”, la noche en la que descubrió su conocimiento innato: al embargarle la mareación identificó el mal que aquejaba al enfermo y el tratamiento que habría de seguir. “¿Cuándo yo sabía curar y hacer nada? Y el otro maestro, dijo: ‘Uy, Bides es un maestro natural’. Yo antiguamente, espiritualmente, yo hacía parte de la ayahuasca. Yo ya fui maestro en la vida pasada. Es la segunda vez que estoy acá y tengo señales para la tercera generación”.
Bides reivindica una ascendencia de “troncos”: antepasados por vía paterna con gran conocimiento de la sanación, medicinas personificadas: “Mi propio cuerpo ya es una buena energía. Ya sólo con hacer un gesto a un niño: ‘Ya estoy bien, ya me curé’. Se llaman troncos porque ya es un remedio, totalmente entrañado el remedio”. Bides afirma que no aprendió de persona alguna. “La curandería que viene de naciencia [nacimiento] es lo que estás viendo ahora. Un aprendiz [el que obtiene su conocimiento de otra persona] no tiene ese mismo dominio. En este campo, tú naces para ser un médico de la naturaleza, a mí nadie me enseñó. Cuando me fui a tomar el ‘vegetal’, el mismo maestro del ‘elemental’ [el espíritu de la ayahuasca] me enseñó. Mi maestro es el ‘vegetal’; el ser humano no”.
El discurso de Bides sugiere un mundo chamánico de tenaz enfrentamiento, de odios encabalgados sobre envidias que desencadenan guerras espirituales de consecuencias materiales. Esas primeras tomas con aquel primer maestro (que no fue su maestro) y el círculo de colaboradores, acabó mal porque, según Bides, los pacientes le preferían a él. “Yo hablando tantos discursos, mareado. ‘Ese hombre habla tan bacano de la vida. Qué viene en el futuro, qué va a pasar’. La gente comenzó a ir conmigo: turistas, ¡uf!, mejor dicho… Italianos, cien turistas, ciento cincuenta… y yo ganaba tres o cuatro mil reales por noche. Ahí el maestro me comenzó a tener rivalidad”. Pacientes, prestigio, dinero; sus colegas, asegura, no supieron asimilarlo.
Una noche, durante la ceremonia, cuando la relación comenzaba a resquebrajarse, mantuvo un combate espiritual con uno de los ayudantes del maestro, cuñado de éste. “Él había aprendido con un peruano, un hechicero. Tomaba ayahuasca condenando la ayahuasca. Entonces cuando yo le estaba tratando al turista, escuché que vino como si fuera un gallinazo [ave carroñera] que viene bajando para comer carne podrida. Y mi protección fue: ‘¡Cuidado!’ Pero imagínate: un mazo me golpea en la nuca. Mi protección fue muy rápida: le golpeó en el mismo canto. Yo le vi cuando cayó en una cuneta, y el ‘vegetal’ le dijo: ‘¿Por qué quieres ofender a una persona que no está haciendo nada? ¿Quién eres tú? ¿Tú te crees grande maestro pero éste es maestro nacido?’ Esa visión yo vi en el ‘vegetal’”. Bides asevera que esa conducta “de satanismos” le pasó factura al agresor, que días más tarde, cuando trabajaba en su plantación: “Estaba rozando cuando sintió como si fuese una piedra o un insecto a los ojos… buafhh…”. Inmediatamente fue al hospital, pero los médicos no pudieron hacer nada: el ojo había reventado.

Bides Guerra tiene 54 años y reside en el pueblo de São Paulo de Olivença, en el noroeste brasilero, pero viaja al pueblo cercano de Atalaia a petición de algunos pacientes.
MAESTRO ITINERANTE
Adentrarse en el mundo del chamanismo ayahuasquero implica confrontar una red de acusaciones cruzadas, tejida con agujas de suspicacia e hilos de intransigencia. Resulta difícil encontrar un maestro conciliador con sus homólogos: si no los tacha de hechiceros, desprecia su conocimiento por magro: “es diabólico”, “no sabe”, “yo le enseñé”, “yo le curé”. En ocasiones la enemistad adquiere dimensiones extraordinarias: la muerte de un bebé al nacer, una mordedura de serpiente, o una fatal caída de un árbol, pueden achacarse a las artes malignas de chamanes envidiosos, pertenecientes a otros grupos familiares o clánicos y desencadenar enfrentamientos sangrientos que se perpetúan por generaciones. “Yo soy contra las hechicerías”, se desmarca Bides. “La misión que cumplo es dejar a todo ser humano bien; vamos a curar los enfermos pero no hacer cosa que no debe”.
A Bides no le faltan pacientes. Ciertos avatares me permiten comprobarlo en el pequeño pueblo brasilero de Atalaia, poco antes de donde el río Yavarí desemboca en el Amazonas. Su lugar de residencia es São Paulo de Olivença, un día en lancha Amazonas abajo, pero una mujer le ha traído “por contrato”, como le gusta decir a Bides con orgullo. La mujer se llama Elaida, pertenece a la etnia kanamary, y se curó de alguna grave enfermedad con el maestro tiempo atrás. Desde entonces, una vez al año, le paga el pasaje y le aloja en su casa, en un barrio de las afueras del pueblo, donde Bides puede atender a enfermos que acuden con los problemas más variopintos.
Estamos conversando en la cocina de la casa, donde pasa el día preparando remedios, cuando recibe la visita de don Carlitos, de cincuenta años, acompañado de su hija; el hombre se queja de dolor en las articulaciones y en la espalda. Bides le explica con gravedad, con gran confianza en las bondades de los remedios naturales. “La ayahuasca sirve para sacar todas las malezas, para limpiar; es un purgatorio”. La joven pregunta por el vómito. “Vomitar es una terapia intestinal. Echar todos los líquidos, ácido úrico alterado, sal, presión alta… Tú, al tomar ayahuasca, al defecar, tú estás tirando todo eso, ese mal, esa mala energía”. Propone al hombre que participe en la ceremonia de la noche, donde le dará ayahuasca y un “atendimiento corporal”, es decir un masaje. Le ofrece también un baño con plantas medicinales y un remedio que debe tomar, para las articulaciones. Le informa de los precios: la toma de ayahuasca cuesta treinta reales (12 euros), el baño cuarenta (16 euros), el remedio cincuenta (20 euros). Don Carlitos está convencido: acudirá en la noche.

Algunas de las pacientes de Bides Guerra, al comienzo de una ceremonia.
Bides tiene cincuenta y cuatro años, aunque parece más joven, por su pelo negro y su torso delgado y fibroso, de piel tersa. El relato que ofrece de su infancia y juventud es algo confuso: sangre indígena y mestiza, familia en Perú y Brasil, peregrinación selvática en pos de explotaciones de caucho, servicio militar, trabajos diversos. Su biografía se aclara hace treinta años, cuando comenzó (por segunda vez) a tomar ayahuasca. Desde entonces su vida ha girado entorno a los remedios naturales. No es simplemente un dispensador de ayahuasca; por supuesto que ofrece la “purga” a sus pacientes como punto de partida para la curación, pero la enfermedad de cada uno debe ser combatida con un remedio específico, preparado a base de plantas que le son indicadas a Bides por el “vegetal”. La ayahuasca no es sólo una limpieza para los pacientes sino “una madre que viene enseñando” al médico. Cuenta que en ocasiones, cuando pasa cerca de una planta, siente como ésta se comunica con él: “‘Yo soy medicina’, me dice. Y yo ya siento… ¡Pac! Miro y ya sé que eso es remedio… Ya tenemos el contacto, el presentimiento. Es un intelectualismo que tenemos, una manera de contactarse”.
Me lo cuenta mientras camina decidido a las afueras del pueblo, en un potrero, acompañado por su “sirviente” (además de contratarle, Elaida está aprendiendo de Bides, y le ayuda), desenterrando raíces, desprendiendo cortezas, cosechando hojas, que Elaida guarda en una bolsa de plástico. También en el caminar Bides se muestra resuelto: grandes y rápidas zancadas, sin titubeos, gesto adusto que contrasta con su locuacidad expansiva.
De vuelta a la casa, cosecha algunas plantas más en el jardín (que él mismo ha cultivado desde que comenzó a venir hace siete años, para estar rodeado de “buena energía”), y le pide a la mujer que las lave. Machaca raíces, separa hojas, trocea cortezas y en sendas ollas cocina dos compuestos. Recibe visitas de vecinos del humilde barrio que quieren tomar el remedio, entre ellas una linda joven mestiza de pelo rizado, con un short, que luce en sus antebrazos un vello dorado del que está orgullosa. “Siempre bebo ayahuasca”, confiesa tímidamente, “desde que era niña”. Bides le entrega un remedio para “el pulmón y la gastritis”, que tiene que mantener en la nevera, “no congelar”, y tomar cuatro veces al día. La muchacha anuncia su participación en la ceremonia de la noche y Bides asiente, “pero sin niño porque va a ser una concentración fuerte”. En el fogón, dos grandes ollas con las plantas recolectadas en la mañana: una contiene lo que será un remedio para piedras en el riñón, encargo de un antropólogo; la otra está preparada para los dolores articulares de don Carlitos.
El timbre inconfundible suena: “El celular no para”, dice llevándose la mano al suyo. Habla unos minutos. “Cuándo vas a venir, cuándo vienes”, remeda una llamada de São Paulo. “Se adaptan”, presume de su éxito entre los vecinos de su actual pueblo. Allá muchos de los pacientes son “viciosos” que quieren redimirse. “El vicioso carga un espíritu que le confunde la mentalidad, que le confunde la vida. Tú tomas la ayahuasca y ves como el espíritu le sigue atrás. El borracho está tan perfecto, muy social, un hombre conversador, diplomático, pero sin embargo cuando está borracho… Y en el ‘vegetal’ se cura. Si eres alcohólico cuando tomas diez veces ya no entra el alcohol”.
Bides es abstemio, y mantiene una dieta alimenticia sin proponérselo, evitando las comidas grasas, la carne de cerdo, los alimentos industriales. “La propia medicina nos cuida. Si es algún alimento fuerte yo no recibo”. Se jacta de su salud y su potencia sexual. “Yo soy muy gallo. Con la primera mujer tuve diez hijos y tengo más hijos por ahí. Las mujeres quieren preñarse de mí. Hay mujeres que tienen marido y me dicen: ‘Yo quiero preñarme de usted y mi marido le reconoce’. La mujer siente esa energía, hay mujeres que me quieren agarrar”. Atribuye a sus cantos chamánicos, durante las ceremonias, el poder de atracción: “Quedan emocionalmente… Sienten esa fuerza, la energía que vibra y jala como un imán”.

Caminando a las afueras de Atalaia, en busca de plantas para preparar sus remedios.
CANTOS, PALABRAS
Para la noche la cocina ha sido limpiada y acondicionada: una estancia de quince metros cuadrados, tapizada por mantas sobre las que se recuestan una decena de mujeres, paisanas de Elaida que parlotean alegremente en su lengua. También han aparecido don Carlitos y su hija, Juan Carlos (un antropólogo colombiano entusiasmado por la ayahuasca), y la linda joven de la mañana, acompañada por una amiga. Nos sentamos en círculo; Bides ocupa el centro. Son las siete y la completa oscuridad exterior está aquí vencida por una bombilla cenital que derrama una luz blanca y triste; más tarde yo impongo una claridad anaranjada de vela para sacar fotografías.
La ceremonia va a comenzar. El maestro pregunta a cada participante si quiere medio vasito o entero, y se lo alarga. Cuando todos han tomado manda hacer callar a los niños que alborotan al otro lado de la puerta, apaga la luz, y ora: “Glorioso Señor Padre Amado. En este momento te damos gracias por todo. Pedimos a todas cosas de naturaleza para que estén con nosotros, a través de ese misterio obrado por el Trono Mayor. Pedimos que todas estas criaturas sean en nuestro provecho, nos saquen las malas energías, eliminar las enfermedades, hacer que se abran los caminos. Salud, en nombre del Creador Santísimo Todopoderoso en este momento que nos autorices, todo lo que es fuerza de la naturaleza, para que estas criaturas, por esta noche, sean alumbrados por la luz divina”.
La oscuridad es total; el silencio está acentuado por leves murmullos de los participantes; al otro lado de la pieza Bides se interesa por las dolencias de alguien. Con la disolución de la realidad material se abren los cantos. Son las mujeres kanamary las que los musitan en su lengua, durante media hora, hasta que le llega el turno a Bides. Lo había advertido antes de comenzar la ceremonia: “Yo sólo entro cuando el ‘elemental’ entra en mí y yo ya estoy con ella. No sé ni qué cantos voy a cantar. Conmigo no hay canciones cantadas ni ensayadas. Es un misterio: el vegetal nos trae rituales de las plantas de los árboles. Son miles de cantos y llegan apareciendo todo el tiempo”. Impredecibles los espíritus que le visitarán en cada ceremonia, Bides se siente médium de un “misterio elevadísimo”.
Suena el sonajero de hojas secas (la chacapa), un tarareo suave y finalmente un torrente de ritmo y palabra.
Medicina, medicina,
naturaleza, naturaleza.
Vamos, vamos curando.
Medicina, medicina,
ayahuasca, chacrunita,
chacruna, chacruna…
Levantando, levantando
criaturas de natura.
Vamos curándole.
Tomando remedio
vamos a ir curando.
Bides es un cantor excepcional, tanto por la bella ejecución como por la intensidad con la que se deja utilizar por las fuerzas espirituales: encadena un canto tras otro durante horas, invocando decenas de plantas y animales en letanías que adquieren su sentido más allá de la dimensión semántica; es la vibración la que actúa y cura, la que armoniza y afina quién sabe qué cuerdas de nuestro interior.
Cuando la mareación remite, momentáneamente, es tiempo del consejo. “Cuando se viene a esta concentración de esta ciencia de la naturaleza, hay que venir conscientemente. Para jugar es malo. Escuchen bien claro: para jugar nosotros mal. Aceptando: sí yo quiero. No podemos tener una duda con la naturaleza. Primero: es perfecta. ¿Sí? Naturaleza: donde todo ser humano vivimos. Nos sustentamos de ella. ¿Quién dejó esto? El Supremo. Ha hecho brotar las medicinas. ¿Por qué se cura, quién es curador? Nuestro Señor ha curado. Entonces Él es el curador”.
Y aún resuenan en mi imaginación las palabras con las que cierra la ceremonia. “Ustedes tiene que aprender todo lo que es de bondad; compartir con el compañerismo; ser vecinos de buenas apariencias; andar como hermanos, como próximos. Entonces criaturas, así debemos equilibrarnos en la balanza de la vida. Equilibrarse en el camino suyo, no seguir las maldades para no adquirir las enfermedades. Hay que ser fuertes, hay que ser inteligentes, tratar de tirar ese mal de dentro de su cuerpo. Para eso nosotros tenemos este purgatorio; es un poco amargo. Amargo al principio, al final dulce. No me tengan miedo; soy medicina. No me tengan miedo; soy el pequeño amigo de ustedes”.